Se podría pensar que la Democracia por sí sola, tal cual está, debería ser la mejor solución para el problema de la marginación, ya que si los marginados van siendo mayoría, bastará con que voten a un gobierno que los defienda, ya sea modificando el sistema económico que los margina, o ya sea creando subsidios y redes de contención dignas para los que quedan fuera del sistema.
Este concepto tiene por lo menos dos grandes fallas. Por una parte, ¿Qué pasa si los marginados aún son un porcentaje menor que los que permanecen en el sistema, y a estos últimos no les importa la suerte de los primeros, y por lo tanto votan a quien les mantenga su status?
Por otra parte, es evidente que hoy las democracias no son reales sino formales, porque a través de los medios de difusión financiados por el poder económico, se potencias siempre a unas pocas opciones electorales que representan al mismo sistema, aunque tengan un discurso progresista para captar los votos. Los ejemplos abundan de aquellos políticos que en su campaña prometen trabajo, techo, salud y educación para todos, y cuando están en el poder defienden a las multinacionales y a los bancos.
No obstante, está claro que la democracia de todos modos ofrece la posibilidad de generar alternativas electorales reales por donde los marginados puedan ir canalizando su divergencia con el sistema que los deja fuera. Pero estas alternativas, si efectivamente buscan cambiar el sistema, es decir si son genuinas, no contarán con el respaldo económico de los poderes a los que buscan combatir por razones obvias, y por lo tanto carecerán del aparato publicitario o inclusive lo tendrán en contra; esto hará que el crecimiento de tales alternativas políticas sea más lento. Esta lentitud, si bien no invalida la vía democrática, no se corresponde con el nivel de urgencia de algunas franjas de la población, las que pueden incluir dentro de su nihilismo político a todo el espectro político: a los políticos tradicionales porque los traicionan y a los alternativos porque avanzan muy lentamente. Esta encerrona hace que la gente busque salidas rápidas que de todos modos no conducen a nada pero le dejan la sensación de que algo se está haciendo. La respuesta catártica y violenta del estallido de un conflicto social, es una señal de impotencia.
Los pueblos viven una encerrona: el sistema económico los margina, el Estado no los protege y falsos líderes los traicionan.
Pero ojalá eso fuera todo, porque en los últimos años se agregó el fenómeno de la globalización, mediante el cuál los estados han pasado a ser rehenes de la banca internacional, por lo que muchas decisiones que afectan a la gente ya ni siquiera dependen de la voluntad política de sus gobernantes, que sólo son gerentes del verdadero poder.
jueves, 17 de mayo de 2007
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